Tu hijo “el pobrecito” con ventiocho años, en la flor de su vida, se te presentó en casa con las maletas. Había roto con su pareja sentimental, dejaba piso y traía hipoteca. Venía hecho polvo “el pobrecito”, tu deber era apoyarle anímica y moralmente y por supuesto prepararle esa habitación que te sobraba en tu casa y en la que tú habías conseguido -por fín- intimidad, después de encendidas discuciones con tu mujer, que te había permitido tener todas tus cosas personales en un despacho presidido por tu ordenar. Tu hijo el “pobrecito” trabaja por cuenta propia, es autónomo y co-propietario de un pequeño negocio. Al principio tu hijo “el pobrecito”, contribuía aportando algo de dinero a los gastos de la casa (con la vuelta del hijo pródigo erais cinco: dos menores y el matrimonio), pero paulatinamente, el negocio de tu hijo “el pobrecito” fué a menos y los ingresos no le llegaban para contribuir con la causa y lógicamente la causa comenzó a surtir sus efectos. Tu mujer -la madre- de tu hijo “el pobrecito”, que iba a decir si a ella se le llenaba la boca de gloria con la vuelta de su hijo “el pobrecito”...con cuanto amor de madre le planchaba al pincipio las quinientas camizas que traía; los cuatrocientos pantalones con esa prodigiosa raya que habían perdido desde que su madre no le planchaba. No sabes bien como creció la colada en casa con los más de mil pares de calcetines que traía el niño y las quinientas mudas de prendas interiores. Porque tu hijo “el pobrecito” se duchaba dos veces al día y como estaba muy deprimido por la ruptura sentimental, tenía que maquearse mucho y afeitarse constantemente y consumir mucho “after cheise”. Y no veas como menguó el frigorífico, porque tu mujer -la madre de tu hijo “el pobrecito”-, lo veía muy delgado y le hacía unos guisos suculentos y unos filetes de ternera de Avila exquisitos y de reconstituyentes con “inmunitas de esos” y reguladores de flora intestinal, lo que no hay en los escritos. Y tú que te las veía venir, comprobabas el descalabro que surtía tu ya mermada economía doméstica, como también tenías ocasión de comprobar progresivamente, que todo lo que tu mujer te reprochaba como obligaciones de obligado cumplimiento en casa, eran flagrantemente consentidas a la persona de tu hijo “el pobrecito”, el cual empezó a acomodarse y sobre todo a acostumbrarse a lo bueno y le tomó el gusto a su recuperada soltería de lujo. Y ya no se levantaba a retirar los platos de la mesa. Ni a recoger su ropa para echarla a la lavadora; ni a estirar la cama; ni a reponer su cuantiosa cosmética. Y no digo que lo hiciera tu hijo “el pobrecito” voluntariamente, sino que la culpa -en gran parte- la tenía tu mujer, porque ella -como madre- se anticipaba a las buenas costumbres adquiridas y le facilitaba el camino de las malas costumbres por exceso de amor y celo de madre. Hasta que el día menos pensado, mientras planchaba una montaña de ropas de tu hijo “el pobrecito” y traicionada -sin duda- por el subconciente, tu mujer comenzó a desesperarse y te hizo a tí culpable de la desesperante situación. A tí que estabas viendo tranquilamente un partido de fulbol en el sofá, mientras que tu hijo “el pobrecito” disfrutaba del fin de semana en la playa. Precisamente a tí, que eras el único que la ayudaba, cargando tu coche en el hiper...atí precisamente, que eras el único que compartías las labores, harto de poner lavavajillas, harto de programar lavadoras, harto de fregar el baño, harto de doblar ropa, harto de...en fín, pónganle Vdes., el final a esta historia, que supongo les suena o quizás hayan vivido en sus propias carnes.
sábado, 14 de febrero de 2009
TU HIJO "el pobrecito"
Tu hijo “el pobrecito” con ventiocho años, en la flor de su vida, se te presentó en casa con las maletas. Había roto con su pareja sentimental, dejaba piso y traía hipoteca. Venía hecho polvo “el pobrecito”, tu deber era apoyarle anímica y moralmente y por supuesto prepararle esa habitación que te sobraba en tu casa y en la que tú habías conseguido -por fín- intimidad, después de encendidas discuciones con tu mujer, que te había permitido tener todas tus cosas personales en un despacho presidido por tu ordenar. Tu hijo el “pobrecito” trabaja por cuenta propia, es autónomo y co-propietario de un pequeño negocio. Al principio tu hijo “el pobrecito”, contribuía aportando algo de dinero a los gastos de la casa (con la vuelta del hijo pródigo erais cinco: dos menores y el matrimonio), pero paulatinamente, el negocio de tu hijo “el pobrecito” fué a menos y los ingresos no le llegaban para contribuir con la causa y lógicamente la causa comenzó a surtir sus efectos. Tu mujer -la madre- de tu hijo “el pobrecito”, que iba a decir si a ella se le llenaba la boca de gloria con la vuelta de su hijo “el pobrecito”...con cuanto amor de madre le planchaba al pincipio las quinientas camizas que traía; los cuatrocientos pantalones con esa prodigiosa raya que habían perdido desde que su madre no le planchaba. No sabes bien como creció la colada en casa con los más de mil pares de calcetines que traía el niño y las quinientas mudas de prendas interiores. Porque tu hijo “el pobrecito” se duchaba dos veces al día y como estaba muy deprimido por la ruptura sentimental, tenía que maquearse mucho y afeitarse constantemente y consumir mucho “after cheise”. Y no veas como menguó el frigorífico, porque tu mujer -la madre de tu hijo “el pobrecito”-, lo veía muy delgado y le hacía unos guisos suculentos y unos filetes de ternera de Avila exquisitos y de reconstituyentes con “inmunitas de esos” y reguladores de flora intestinal, lo que no hay en los escritos. Y tú que te las veía venir, comprobabas el descalabro que surtía tu ya mermada economía doméstica, como también tenías ocasión de comprobar progresivamente, que todo lo que tu mujer te reprochaba como obligaciones de obligado cumplimiento en casa, eran flagrantemente consentidas a la persona de tu hijo “el pobrecito”, el cual empezó a acomodarse y sobre todo a acostumbrarse a lo bueno y le tomó el gusto a su recuperada soltería de lujo. Y ya no se levantaba a retirar los platos de la mesa. Ni a recoger su ropa para echarla a la lavadora; ni a estirar la cama; ni a reponer su cuantiosa cosmética. Y no digo que lo hiciera tu hijo “el pobrecito” voluntariamente, sino que la culpa -en gran parte- la tenía tu mujer, porque ella -como madre- se anticipaba a las buenas costumbres adquiridas y le facilitaba el camino de las malas costumbres por exceso de amor y celo de madre. Hasta que el día menos pensado, mientras planchaba una montaña de ropas de tu hijo “el pobrecito” y traicionada -sin duda- por el subconciente, tu mujer comenzó a desesperarse y te hizo a tí culpable de la desesperante situación. A tí que estabas viendo tranquilamente un partido de fulbol en el sofá, mientras que tu hijo “el pobrecito” disfrutaba del fin de semana en la playa. Precisamente a tí, que eras el único que la ayudaba, cargando tu coche en el hiper...atí precisamente, que eras el único que compartías las labores, harto de poner lavavajillas, harto de programar lavadoras, harto de fregar el baño, harto de doblar ropa, harto de...en fín, pónganle Vdes., el final a esta historia, que supongo les suena o quizás hayan vivido en sus propias carnes.
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la guarida del ZORRO
PROHIBIDO LOS JUEGOS DE PELOTAS, BICICLETAS, PATINETES, AROS, ETC. ETC., EN LOS PATIOS, PASILLOS Y AZOTEAS
Por lo pronto no las he vivido y espero no ser el próximo pobrecito.
ResponderEliminarPues me parece una historia muy valiente, políticamente incorrecta y más certera de lo que nos gustaría. Pobrecito, qué lástima de hijo...
ResponderEliminarUn abrazo.