En aquel tiempo la vida transcurría tranquila y resignada en el corral. Por las mañanas, tras el desayuno a base de leche migá (con cuchara alrededor) como decían las madres, galletas “maría” o mitad del cuarto de calentitos, comenzaba el trajín de los niños camino del colegio con sus maletas cosidas en cuero –para los mayorcitos- y carteras de plástico con cremallera, para los niños de “babi”. Entonces no había transporte escolar ni mucho menos, sino el “coche de San Fernando” (un ratito a pié y el otro andando). Después de las nueve de la mañana se hacía la paz de las “algofifas”, del agua clara y jabón verde, para limpiar - postrada de hinojos- las losetas ajedrezadas de comedores, habitaciones, corredores y pasillos, mientras que Guaditoca –la portera- se encargaba de “empercochar” el luminoso patio, las escaleras comunes y las letrinas, dejando su impronta pestilente de olores disfrazados por la lejía y el “zotal”. Comenzaba después el ritual de los “mandaos”; la bolsa de la compra, que para la mayoría de las santas comadres, suponía un auténtico suplicio, ya que los “monederos” criaban en aquellos tiempos telarañas y había que hacer verdaderos “encajes de bolillos” con las “perras gordas”. Mientras las más pudientes del corral, caso de: la esplendida “Perona”; “Pepita la de los jamones”, “Anita la de los cartuchos” y María Montero, se desplazaban a las habituales tiendas de Abilio-ultramarinos; Carnicería y charcutería de Pedro; Frutería-Josefita y María “la pescaera” (siempre que no fuera martes o viernes, que tocaba mercado de la Encarnación), las restantes vecinas esperaban el “quite” de las primeras, para correr hasta las tiendas del desavío donde Abilio, Juanito, Pedro o Josefita les “fiaba”, apuntando cada céntimo en el cuaderno, como era el caso de Encanni; Rosario la chiquetita; la Fennanda; la “quili” y otras, que contaban incluso con la ventaja de poder mandar a sus hijos a comprar a crédito con la consigna de: “apúntaselo a mi madre”. Así llegaba la hora de los pucheros al fogón de petroleo o en las hornillas de carbón, olores que impregnaban el corral de suculentos guisos que abrían las puertas de par en par del más reservado apetito…¡aquellos olores que destapaban las tapaderas del sentimiento y que tenemos grabados en la memoria, para saborearlos en contadas ocasiones!....¿qué tendrían aquellos olores del puchero –como la manzanilla de Sanlucar- que no han vuelto a ser los mismos, desde que se mudaron de los incómodos corrales a los pisos convencionales-.?
Siempre había en el corral, las que jugaban a favor del viento…pero del viento del olvido intencionado, aquellas que “mijita a mijita” y con la ayuda del vecino, mataban al “cochino” (en este caso, ponían el potaje), practicando la humildad franciscana: “0y, Encanni ¿tiene vd., un pimientito y un gajito de cebolla que ma fartao pa poné lah lenteja?...¿vecina, tiene vd., un dientecito de ajo, pa picarselo a lah arbondiga?...o una mijita de comino pàlestofao…una ramita de azafrán…una “pizca de nuez moscada”..un vasito de vino blanco pa la canne…una chispita de sá, pa la enssalá…un chorreón de vinagre pal gazpacho…una cucharaita de aceite…¡coño, ni que fuera esto er "Postigo San Rafael".
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